Por: Joaquín Ramírez Ramírez, Marcela Ayala Aceves
Fuente original: http://www.revista.unam.mx/vol.15/num12/art91/
Joaquín Ramírez Ramírez, Marcela Ayala Aceves
Introducción
Si pudiéramos describir nuestra existencia en términos de reacciones químicas, usaríamos la palabra “autocatalítica”. A cada instante, dentro de nuestro organismo ocurren cientos de reacciones químicas necesarias para la vida, que deben ocurrir en una escala de tiempo razonable. Por ejemplo, todos hemos escuchado que los carbohidratos (o azúcares) tienen muchas calorías y que nos dan mucha energía. En efecto, un azúcar muy simple, como la glucosa, nos puede proporcionar una gran cantidad de energía al oxidarse o “quemarse” hasta formar dióxido de carbono (CO2) y agua (H2O); puede producir hasta 3.8 kcal/g de glucosa, ¡lo que equivale a la energía suficiente para mantener encendida una pequeña lámpara de 1 watt durante más de un mes! Entonces, ¿por qué no vemos que el azúcar de mesa se transforma violentamente en CO2 y H2O al estar en contacto con el aire, liberando energía? La razón es que a temperatura ambiente, esta transformación ocurre a una velocidad muy baja. Nuestro cuerpo, para poder extraer la energía de los azúcares en un tiempo útil (es decir, que nos mantenga vivos, pestañeando, caminando, pensando o leyendo este artículo), utiliza catalizadores que aceleran esa misma reacción y provocan que ocurra miles de veces más rápido. Los catalizadores de los seres vivos son las enzimas, proteínas que nuestro propio cuerpo produce. De ahí lo de autocatalítico.
Una célula relativamente simple, como la bacteria Escherichia coli, puede producir más de 4 mil proteínas diferentes. Después del agua, las proteínas son las moléculas más abundantes dentro de las células (~15% de la masa de una bacteria). Una célula es una colección de miles de moléculas en constante movimiento y organizadas en estructuras específicas. Esta colección incluye a las proteínas, ácidos nucleicos, polisacáridos, lípidos, metabolitos y pequeños iones, como sodio, potasio y magnesio. Una animación que muestra la variedad de procesos que ocurren en todo momento dentro de una célula se puede ver en el siguiente video:
Las enzimas tienen una enorme variedad de funciones dentro de la célula: degradan azúcares, sintetizan grasas y aminoácidos, copian fielmente la información genética, participan en el reconocimiento y transmisión de señales del exterior y se encargan de degradar subproductos tóxicos para la célula, entre muchas otras funciones vitales. La identidad y el estado fisiológico de un ser vivo está determinado por la colección de enzimas que estén funcionando con precisión de cirujano y con la velocidad de un rayo en un momento dado dentro de las células. Así, a lo largo de millones de años de evolución, la naturaleza ha desarrollado una gran diversidad de enzimas para mantener el complejo fenómeno de la vida.
¿Qué tan eficientes son las enzimas? ¿Cómo funcionan?
Como mencionamos, nuestras células producen muchísimas enzimas, puesto que hay cientos de transformaciones químicas que deben ocurrir rápidamente. Una de las más rápidas que existen en la naturaleza se llama anhidrasa carbónica, que cataliza la reacción de dióxido de carbono con agua para formar ácido carbónico (H2CO3). Este proceso es sumamente importante, ya que regula el pH de la sangre, fundamental para la supervivencia de las células. La reacción mencionada ocurre en escalas de tiempo que podemos imaginar fácilmente: en ausencia de esta enzima, se produciría una molécula de ácido carbónico cada segundo. Aunque nos parezca rápido, a esta velocidad la supervivencia de las células se vería comprometida, ya que el tiempo de la reacción resulta ser demasiado lento como para mantener un pH estable que permita que las funciones celulares se lleven a cabo adecuadamente. Es por esto que la reacción debe ocurrir más rápidamente. La anhidrasa carbónica puede acelerar la misma hasta llegar a una velocidad de aproximadamente 1×106/s. Esto significa que en presencia de una molécula de enzima, ¡se producen cerca de un millón de moléculas de ácido carbónico cada segundo! El cálculo más elemental nos permite concluir que la enzima acelera la velocidad de reacción por lo menos un millón de veces.
Existen varias maneras de medir qué tan eficiente es una enzima. La más simple es determinar qué tan rápidamente ocurre la reacción en términos de cuántas moléculas de sustrato se transforman por segundo, como en el ejemplo de la anhidrasa carbónica. Cuando comparamos qué tan velozmente va una reacción catalizada vs en ausencia de la enzima, podemos apreciar la eficiencia de las enzimas como aceleradoras de reacciones. Otra manera es considerar el tiempo necesario para que ocurra la reacción. La enzima más eficiente que se conoce a la fecha cataliza la descarboxilación de un sustrato denominado oritidina 5’-fosfato (OMP, por sus siglas en inglés), y es llamada OMP decarboxilasa. La reacción no catalizada tarda 78 millones de años en ocurrir. Afortunadamente, la enzima OMP descarboxilasa acelera la reacción 1017 veces, por lo que ésta ocurre en tan sólo 25 milésimas de segundo. Esta reacción es muy importante, puesto que forma parte de la cadena de producción del núcleotido uridina monofosfato, uno de los 4 componentes del ácido ribonucleico (RNA, por sus siglas en inglés).
¿Cómo hacen este trabajo las enzimas? Recordemos que las enzimas son proteínas, polímeros de aminoácidos que tienen una estructura tridimensional definida. Su actividad, que incluye interactuar con el sustrato, depende de su estructura tridimensional. Si ésta se modifica, la capacidad catalítica puede verse perjudicada. Para entender mejor cómo se pliega o dobla en el espacio una proteína, se han desarrollado herramientas computacionales que permiten simular este fenómeno. La simulación del plegamiento de una proteína pequeña puede verse en el siguiente video:
Ahora, ¿qué guía o determina el plegamiento de una proteína? Las proteínas se pliegan elegantemente dependiendo de la secuencia de aminoácidos (llamados residuos de aminoácidos toda vez que forman parte de una proteína) que las componen y forman entre sus dobleces y curvas ciertas cavidades o sitios con afinidad hacia diferentes moléculas. Para el caso de las enzimas, es en estos sitios en donde ocurre la reacción química. A continuación, un video muy bien logrado en que se observa una simulación de la interacción entre proteínas y moléculas pequeñas:
Cada vez que un grupo de científicos determina la estructura tridimensional de una proteína, ésta se deposita en una página web llamada “Banco de Datos de Proteínas” (PDB, por sus siglas en inglés). De este sitio seleccionamos una galería de enzimas que se muestra en la siguiente figura, resaltando lo sofisticado y bello de algunos de los plegamientos conocidos a la fecha (Figura 1). Todas estas maravillosas vistas de las proteínas se las debemos a los avances en biología estructural, que es una ciencia relativamente joven, como mencionaremos en la siguiente sección.
Los mecanismos enzimáticos que aceleran una reacción son muy diversos. Dos de los más simples e intuitivos son el de “aproximación” y “orientación”. Como en toda reacción química, los reactantes deben colisionar entre sí con suficiente energía y con la orientación adecuada para que los enlaces entre las moléculas se rompan o se formen. Puesto que estas colisiones ocurren completamente al azar, no todas ellas son productivas, es decir, que no todas desencadenan una reacción química. Como se mencionó antes, las enzimas tienen cavidades que pueden acomodar a los sustratos para que reaccionen entre sí. Éstas conforman el “sitio activo” de la enzima. En este sitio se encuentran residuos de aminoácidos específicos que permiten la interacción con los sustratos y que facilitan el rompimiento y la formación de nuevos enlaces.
Algunas enzimas incluyen metales en su estructura (por ejemplo, iones de hierro, cobre y zinc, entre otros) que pueden participar en el proceso catalítico. Por este motivo es indispensable que la estructura tridimensional de la enzima se mantenga, ya que las posiciones y orientaciones de los residuos de aminoácidos y otros cofactores (i.e. metales) son los que determinan que la reacción se lleve a cabo o no. Los sustratos, al interaccionar con el sitio activo de la enzima, se encuentran más cerca uno del otro (mecanismo de aproximación) y además se orientan de manera particular (mecanismo de orientación). Es como si los sustratos contaran con una plantilla o molde (i.e. el sitio activo de enzima) donde pueden “acomodarse” para encontrarse y reaccionar, en lugar de depender de las colisiones al azar. De esta manera, la presencia de la enzima provee otra forma por la cual procede una determinada reacción química. Generalmente, este mecanismo requiere menos energía y por eso la reacción química procede más rápidamente en presencia de la enzima. Un video muy ilustrativo que ejemplifica este proceso se puede ver aquí:
Otra característica muy importante de las enzimas es su especificidad, es decir, qué tan bien pueden reconocer a un sustrato –y solo a ese sustrato–, en presencia de otras moléculas. Esta capacidad de discriminar entre cientos de moléculas diferentes es otra de las razones por las que la estructura tridimensional de las enzimas es clave en su funcionalidad. Si la estructura del sitio activo fuera demasiado flexible y dinámica, la afinidad por el sustrato sería muy baja y la reacción no procedería tan rápido. En este sentido, uno de los retos de la ingeniería de proteínas es comprender el plegamiento de las mismas, con miras a saber cómo manipular la estabilidad de la estructura y mejorarla. Puesto que las enzimas son proteínas diseñadas por la evolución para funcionar en condiciones muy acotadas dentro de las células (i.e., 30-37°C, presión atmosférica o medio acuoso), cuando se quieren utilizar en otras condiciones de reacción (temperaturas altas, medios con solventes orgánicos o con agitación mecánica) tienden a perder su estructura y, por lo tanto, su actividad.
¿Cómo se descubrieron las enzimas?
Hace apenas un siglo, los científicos descubrieron que las enzimas eran proteínas y comenzaron a entender cómo funcionaban; sin embargo, es desde hace cientos o miles de años que tenemos contacto con ellas y las aprovechamos en nuestro beneficio. Uno de los ejemplos más ilustrativos es la quimosina, que se encuentra en los estómagos de ciertos rumiantes. Ésta es una proteasa, es decir, una enzima que cataliza la degradación de otras proteínas mediante el rompimiento del enlace que une a los residuos de aminoácidos que las conforman. Según la historia, en el Egipto de hace más de dos mil años se sabía que al almacenar leche en vísceras o estómagos secos de animales se formaba un sólido blanquecino o cuajo, que al prensarse para eliminar el suero daba lugar al queso fresco.
La enzima responsable de esta transformación es la quimosina (Figura 2), la cual rompe o hidroliza un enlace particular dentro de la caseína, una proteína que constituye el 80% de las que se encuentran en la leche de vaca. Al sufrir esta hidrólisis, tanto la proteína como otros componentes de la leche se tornan insolubles y se precipitan, lo que forma el cuajo. Se conocía tan bien este proceso, tan reproducible, seguro y bien aceptado por los consumidores, que a finales del siglo XIX, Christian Hansen, un farmacéutico danés, fundó la primera compañía biotecnológica para vender un producto llamado renina. El producto se basaba en extractos estandarizados de la mucosa interna de estómagos de ternera. Se vendía bastante bien, a pesar de que no se sabía a ciencia cierta qué contenía el producto, ni porqué funcionaba. Por cierto, la compañía Chr. Hansen sigue haciendo negocios en la actualidad, aunque ahora vende también otras enzimas, ya no provenientes de estómagos de animales, sino producidas a partir de cultivos microbianos de hongos y bacterias mediante el uso de herramientas biotecnológicas modernas. La primera patente sobre un proceso enzimático es de esta misma época: en 1894, Takamine patentó una enzima a la que llamó “diastasa”, producida por un hongo y que actualmente sigue en el mercado. Ésta pertenece al grupo de las amilasas, que pueden catalizar la degradación de carbohidratos complejos (como el almidón) en azúcares más simples o pequeños.
La historia del estudio de las enzimas a nivel molecular es bastante reciente. En la época de Hansen, los científicos ya intuían que había “algo” dentro de las células que jugaba un papel importante en las transformaciones químicas que allí se producían. Los estudiosos llamaron “fermentos” a estas sustancias. Inclusive Berzelius, químico sueco, propuso en 1835 que los fermentos tenían un papel catalítico. Sin embargo, se pensaba que estos únicamente funcionaban debido a la presencia de células vivas, las cuales les conferían una “fuerza vital” que los hacía activos. No fue sino hasta 1897, que se demostró concluyentemente que los fermentos o extractos celulares, en ausencia de células vivas, catalizaban reacciones. Este descubrimiento se lo debemos a Eduard Buchner, un científico alemán, quien fue galardonado con el Premio Nobel de Química en 1907 por demostrar que los extractos de levadura, sin células, pueden catalizar una fermentación alcohólica, esto es, la transformación de azúcares en alcohol. Buchner sugirió que los fermentos debían ser de naturaleza proteica 1.
En 1926, James B. Sumner, científico estadounidense, purificó y cristalizó por primera vez una enzima, la ureasa, con lo que demostró que era una proteína y comprobó la idea de Buchner. Por sus hallazgos, Sumner recibió el Premio Nobel de Química en 1946 junto con John H. Northrop y W.M. Stanley, científicos también estadounidenses, quienes en 1930 purificaron otras enzimas2. Más tarde, abonando al despegue de la biología estructural, el científico David Chilton Phillips determinó en 1965 y por primera vez la estructura tridimensional de la enzima lisozima, mediante el patrón de difracción de rayos X de un cristal de la enzima. Esto representó un avance enorme, ya que a través de esta técnica es posible conocer a detalle la estructura molecular de las enzimas y, a partir de ella, generar hipótesis sobre cómo funcionan, diseñar cambios en residuos específicos para manipular sus propiedades (eficiencia catalítica, especificidad o estabilidad, entre otras), o simular sus movimientos y su interacción con otras moléculas.
Aquella fue, sin duda, una época emocionante, tanto desde el punto de vista científico como tecnológico. En 1913 se publicó el ahora clásico artículo de Michaelis y Menten, en el que se propone un modelo para explicar el comportamiento cinético de las enzimas. Este modelo, matemáticamente muy sencillo, describe cómo se incrementa la velocidad de una reacción catalizada enzimáticamente a medida que aumenta la concentración del sustrato. La velocidad se acerca a un máximo, en el que se supone que los sitios activos se encuentran saturados y por tanto la reacción no puede proceder a mayor velocidad. En la siguiente dirección se puede consultar una versión comentada del artículo que acaba de cumplir cien años: http://academics.wellesley.edu/Biology/Concepts/Html/initialvelocity.html. Cabe mencionar que la inmensa mayoría de las enzimas tienen un comportamiento cinético cercano a este modelo o poseen variantes del mismo. De hecho, es el modelo básico que se enseña en la actualidad en los cursos de enzimología de todo el mundo. De manera que, como puede apreciarse, a principios del siglo pasado, la mesa ya estaba puesta para comprender a fondo el funcionamiento de las enzimas.
1 Para averiguar más sobre este científico, puede consultar la página de los Premio Nobel (http://www.nobelprize.org/nobel_prizes/chemistry/laureates/1907/)
2 Más información sobre este premio se puede encontrar en: http://www.nobelprize.org/nobel_prizes/chemistry/laureates/1946/
Vía: Revista UNAM